Para conmemorar este hito en la historia del CMI, el departamento de comunicación del CMI presentará una serie de reportajes que recogen la historia y los recuerdos de miembros del personal antiguos y actuales, que recuerdan con emoción la primera vez que entraron en el Centro Ecuménico.
Además, se publicarán otros artículos con una historia más completa del Centro Ecuménico y con un recorrido por sus objetos y obras de arte más preciados, y de los momentos más destacados de visitantes notables, entre otros temas.
El recuerdo de una recepción acogedora
El Rev. Dr. Konrad Raiser, que fue secretario general del CMI de 1993 a 2003, entró en el Centro Ecuménico por primera vez en 1968, poco después de la 4ª Asamblea del CMI en Upsala, Suecia.
“Había venido a hablar con la persona responsable de América Latina de la Federación Luterana Mundial para negociar las modalidades de un posible contrato para ir a trabajar a Quito, en Ecuador, como pastor de una congregación luterana internacional”, recuerda Raiser. “En aquel momento no sabía que, un año más tarde, volvería a entrar en el Centro Ecuménico, esta vez como joven miembro del personal del CMI en el departamento de Fe y Constitución”.
Recuerda que le impresionó la arquitectura luminosa y acogedora de la recepción del edificio. “Me sentí a gusto y como en casa de inmediato”, dijo. “Lo que obviamente no podía imaginarme es que el Centro Ecuménico sería mi principal lugar de trabajo y de vida comunitaria durante más de veinticinco años”.
Hogar dulce hogar
La sensación de “sentirse como en casa” fue especialmente evocada por muchos antiguos y actuales miembros del personal cuando hablaron del Centro Ecuménico.
David Gill trabajó en el CMI de 1968 a 1979, primero en el departamento de Iglesia y Sociedad, luego como secretario ejecutivo de la 5ª Asamblea del CMI en Nairobi, y después en la Subunidad de renovación y vida congregacional.
Como estudiante del Instituto Ecuménico de Bossey, descubrió el Centro Ecuménico a finales de 1967. “Todo era flamantemente nuevo”, dice. “El traslado desde unas oficinas adaptadas para ese propósito al otro lado de Ginebra se había producido tan solo tres años antes”.
Recuerda que el personal estaba encantado con su nuevo hogar. “Había mucho espacio, ¡incluso para sus vehículos!”. dijo. “El edificio anunciaba que el ecumenismo había llegado al mundo del momento”.
“Pero ese edificio de cristal y hormigón era solo una parte de ello”, añadió Gill. “Empecé a darme cuenta de que lo más importante era la gente que había dentro”, dijo. Alguien dijo que “aquel lugar era como una universidad sin estudiantes”. Eran personas que venían de muchos lugares e iglesias distintas, y que tenían experiencia en diversos campos, y estaban motivadas por una visión más convincente que todas sus diferencias”.
Wes Granberg-Michaelson recuerda el típico día ginebrino de febrero de 1987, con un lúgubre cielo gris y el suelo cubierto de agua y nieve, en que entró por primera vez en el Centro Ecuménico. “Incluso en ese ambiente, el edificio transmitía el misticismo del Consejo Mundial de Iglesias. El alto y espacioso vestíbulo de entrada rodeado de balconadas por tres lados, el icónico mosaico del salón de actos y las vívidas y variadas obras de arte de las iglesias del mundo me cautivaron”.
Nunca imaginó que, dos años después, atravesaría ese mismo vestíbulo como nuevo director de Iglesia y Sociedad del CMI. “Por aquel entonces, la cafetería del segundo piso se convirtió en el corazón del Centro Ecuménico. Introducíamos un franco suizo en la espléndida máquina de café y escuchábamos cómo los granos de café iban moliéndose en ese mismo instante para ofrecernos la mejor taza de café recién hecho mucho antes de que Starbucks se globalizara”, dijo. “Aquellas mesas en torno a las que nos sentábamos, al aire libre cuando el tiempo lo permitía, recordaban a menudo a la “santa mesa”, ya que las conversaciones formativas que tenían lugar allí adquirían un tono casi sacramental”.
Granberg-Michaelson, que también fue miembro del Comité Central del CMI entre 1994 y 2006, también recuerda que sus colegas llamaban al Centro Ecuménico “la casa”.
“Con su personal extraordinariamente diverso, el desafío era si podía crearse un sentimiento de hogar para todos”, dijo. “Ese mismo desafío es el que afronta hoy la comunidad ecuménica mundial. Todavía tengo colgada en mi estudio una fotografía de los colegas que compartíamos vehículo para el trayecto de La Gradelle al Centro Ecuménico. Me recuerda que, al concluir nuestro trabajo como miembros del personal del CMI, muchos de nosotros no solo sentimos que regresábamos a casa, sino también que, al mismo tiempo, dejábamos nuestro hogar”.
Simon Oxley, que trabajó en el CMI de 1996 a 2008 como secretario ejecutivo de Educación del CMI, siempre recordará su primera impresión cuando entró por primera vez por las puertas del Centro Ecuménico: “fue el sentimiento de que este era un lugar al que sentía que pertenecía”, dijo. “Eso fue incluso antes de haber visto la capilla, la sala de reuniones, la cafetería y la biblioteca”.
A finales de la década de 1980, Oxley estaba de visita en Ginebra por otros motivos profesionales y sus anfitriones organizaron una visita al Centro Ecuménico. “Un recuerdo concreto de aquella visita es el de sentarme en el despacho del secretario ejecutivo de Educación, el despacho que antes ocupó Paulo Freire”, recuerda. “Y allí estaba la mesa de café que él utilizaba”.
“No me podía imaginar en ese momento que, en 1996, yo mismo ocuparía ese puesto y que aquella mesa de café me acompañaría en los numerosos cambios posteriores de ubicación de la oficina en las alas ‘Jura’ y ‘Lac’ del edificio”, dijo.
Conforme van surgiendo los recuerdos, la gente toma conciencia de que no solo el edificio era acogedor, sino que también lo eran los corazones de las personas que trabajaban en él.
Evelyn V. Appiah trabajó en la Subunidad de renovación y vida congregacional, participación laica hacia una comunidad inclusiva, y centros, academias y movimientos laicos de responsabilidad social.
“Al cruzar la puerta de entrada del Centro Ecuménico, me saludaron y me dieron la bienvenida las sonrisas del personal de la recepción”, dijo. “El espacio abierto de la recepción y el vestíbulo me causaron una impresión positiva”.
Recuerda un sentimiento de pertenencia y emoción cuando fue a conocer a sus colegas en las alas ‘Jura’ y ‘Lac’, donde tenía su oficina. “Trabajar con personas de distintos países, tradiciones eclesiásticas, grupos de edad y niveles educativos me ayudó a crecer intelectual y espiritualmente”, afirma. “La cafetería era el punto de encuentro para el almuerzo, pero lo que más me gustaba era compartir la hora del té a las tres y media de la tarde”.
Servirse una taza de té ecuménico y sentarse a la mesa
Muchos recuerdan el té ecuménico, que era un momento para hacer una pausa, alejarse del escritorio, dar un paseo y reunirse informalmente con los colegas. “Era un momento excelente para conversar con los colegas”, recordó Appiah.
La llegada de Hubert Van Beek fue anterior a la máquina de café de la cafetería, pero llegó justo a tiempo para disfrutar del té ecuménico. “Uno de mis primeros recuerdos del Centro Ecuménico es que, en 1978, el año en que llegué, el café de la mañana todavía se servía en los pasillos”, describió. “A eso de las diez y media, ya se oía cómo empujaban el carrito desde el ascensor”.
Los miembros del personal debían esperar a que el carrito llegase a la puerta de sus oficinas antes de salir a por sus tazas. “Mi despacho estaba en la cuarta planta del ala ‘Lac’, al final del pasillo, así que era casi el último en ser atendido”, dijo. “Tengo la sospecha de que aquel servicio de café era un legado de la célebre “pandilla holandesa” de los tiempos del Dr. Visser 't Hooft, porque aquello era algo muy común en los Países Bajos”.
Como muchos otros, recuerda con cariño el té ecuménico que, por aquel entonces, se servía a las tres y media de la tarde en la cafetería. “El té no solía ser nada del otro mundo, pero era un buen momento para reunirse con los colegas”, afirma.
El Dr. Visser 't Hooft, ya jubilado por entonces, tenía un despacho en el edificio y, todas las tardes, a la hora del té, se sentaba en la cafetería, siempre en la misma mesa. “Nosotros, los colegas holandeses, nos dirigíamos a él cariñosamente como ‘dominee’, la palabra que utilizamos para dirigirnos a nuestro pastor”, cuenta Van Beek. “Vine a trabajar con el CMI (en la Oficina para África) desde Madagascar, donde había trabajado en la iglesia durante trece años, a menudo en las montañas, visitando iglesias locales y proyectos de desarrollo, sobre el terreno, en contacto directo con la vida de la gente y de la iglesia”.
Durante los seis primeros meses en el Centro Ecuménico, no podía imaginar cómo podría servir a la misma causa sentado en un escritorio del cuarto piso, contemplando desde allí las montañas del Jura. “Lo único que quería era volver a trabajar sobre el terreno”, dice. “Al menos, eso no era lo que escaseaba por allí”.
Acabó viajando tanto en el desempeño de su labor en la Oficina para África que, al cabo de un año, al bajar a tomar el té en la cafetería, alguien le preguntó si era un visitante.
“El corazón de la iglesia mundial latía en los pasillos del Centro Ecuménico”, dijo. “Todos los días nos llegaban noticias y nos encontrábamos con visitantes de cualquier lugar del mundo. El Centro Ecuménico era la iglesia mundial concentrada en un solo espacio”.
Un bloque de hormigón que cautiva
Ruth Ann Gill rememoró el recorrido que hacía para llegar hasta el Centro Ecuménico con su marido, Theodore, cuyo padre había trabajado en el Centro Ecuménico, como más tarde haría su hijo. Recientemente, Ruth Ann Gill trabajó con el equipo de medios de comunicación en la 11ª Asamblea del CMI en Karlsruhe.
“Al volver al Centro Ecuménico, me detuve un momento y pensé: “¡Oh, Dios mío, qué maravilloso entramado de diversidad cristiana hay aquí, trabajando dentro de un bloque de hormigón!”. dijo. “Me hizo mucha ilusión volver a cruzar esas puertas”.
Ahora, ya jubilada y viviendo con su marido en Connecticut (EE.UU.), Gill sigue emocionándose con los recuerdos del Centro Ecuménico. “Recuerdo todas aquellas iglesias, todas aquellas religiones y cómo se reunían personas tan diversas, especialmente ahora que estoy aquí, en Connecticut”, dijo. “Recuerdo estar en mi pasillo y oír hablar todas las lenguas: una cacofonía extraordinaria”.
Beth Ferris, hoy profesora de la Universidad de Georgetown, en Washington D.C., recordaba su llegada al Centro Ecuménico en 1985, para ocupar su nuevo puesto de secretaria de estudios e interpretación para actividades relacionadas con el Servicio de Refugiados.
“No sabía qué esperar”, dijo. “Aunque había pasado brevemente por el Centro Ecuménico unos meses antes para conocer a un miembro del personal que trabajaba con refugiados, no sabía mucho sobre el Consejo Mundial de Iglesias y no tenía ni idea de cómo podría encajar en ese entorno ecuménico internacional”.
Acabó amando cada minuto que trabajó en el Centro Ecuménico. “Los años que pasé en el Centro Ecuménico influyeron profundamente en mi vida: intelectual, espiritual y personalmente”, dijo. “Llevo esos recuerdos en el corazón”.
La Rev. Margarithe Veen, de los Países Bajos, recordó su visita al Centro Ecuménico como estudiante de Bossey en 1998. “Fue reconfortante que todos los miembros del CMI fueran tan amables y abiertos”, dijo. “Era una comunidad unida”.
Las veces que vuelve de visita al Centro Ecuménico, sigue sintiendo la misma sensación de inclusión. “Para mí, es la familia ecuménica”, dijo. “En 1998, no teníamos teléfonos inteligentes, y era el año en que se cumplían 50 años del CMI... ¡y Desmond Tutu estaba allí, en la antigua biblioteca!”.
El Centro Ecuménico le sigue causando el mismo asombro. “Sigo pensando que es maravilloso reunirse con la familia ecuménica, el futuro de nuestra iglesia, con toda su apertura y amabilidad”, afirmó.
Gloria Charles, que trabaja con el Programa de visitantes del CMI y con el equipo de comunicaciones, llegó por primera vez al Centro Ecuménico para una entrevista de trabajo en 2019. “Oré incesantemente para que me dieran el puesto”, dijo, y, claro está, lo consiguió.
Cuando su trabajo se amplió para incluir el Programa de visitantes, pudo apreciar el hecho de que el Centro Ecuménico es para todos. “Cada día viene un grupo nuevo, con nuevos pensamientos e ideas”, dijo. “Las mentalidades cambian”.
John Christensen, responsable de proyectos de la Red Ecuménica de Defensa de las Personas con Discapacidad, y de Salud y Sanación, pisó el Centro Ecuménico por primera hace relativamente poco tiempo: tres meses. “Nunca había estado en Ginebra”, dijo Christensen, que vive en Anchorage, Alaska (EE.UU.). “Al entrar, se percibe que es un hervidero de vida”.
Al parecer, había mucha gente deseando saludarlo. “Pasó de ser un lugar extraño del que había oído hablar a un lugar en el que me sentí cómodo muy rápidamente”, dijo. “Me sentí cómodo y conectado con el Centro y con la gente casi de inmediato. Para ser un bloque de hormigón, tenía mucha vida”.
Lea el reportaje “Escuchen el susurro de las paredes de la capilla del CMI" nos hablan”